Algunas investigaciones comprobaron que jugadores habituales de títulos con modo...
Leer más23 de abril – Día del Libro
Una mujer, en medio de la guerra, me dijo una vez que su único escondite era un libro.
No un búnker, no una trinchera, no el abrazo de un amante. Un libro.
Decía: “Cuando leo, me olvido de que tengo miedo. Me olvido de que tengo hambre. Me olvido de que hay bombas”.
A veces pienso que el libro no es un objeto. Es un lugar.
He hablado con niños que aprendieron a leer en la penumbra de un apagón, con la linterna de un celular prestado. Y también con ancianos que recuerdan con más cariño el olor de su primer libro que el de su primer amor. He escuchado a presos contar cómo leían en voz baja, como si las palabras pudieran romper los barrotes.
Y tal vez sí lo hacían.
El libro no es inocente. No es un adorno en una repisa. Es una grieta. Un espejo roto. Un canto. Un testimonio.
Los dictadores le temen. Los niños lo buscan. Los amantes lo comparten. Los pueblos lo escriben aunque les arranquen la voz.
Un libro es el eco de los que ya no están. Pero también, el murmullo de los que aún no han llegado.

Hoy, mientras el mundo sigue su curso —con sus guerras, sus algoritmos, sus rutinas— celebramos el Día del Libro.
Y me pregunto:
¿Quién escribe hoy nuestras memorias?
¿Quién leerá dentro de cien años los relatos que hoy escondemos en los márgenes?
¿Quién sostendrá este legado de tinta, papel y alma?
Pienso en Voces de Chernóbil, en esa coral de dolores que Alexievich levantó con una valentía que solo da la escucha profunda.
Pienso en De animales a dioses, donde Harari nos recuerda que todo imperio comenzó siendo una historia contada en torno al fuego.
Y en El lobo estepario, ese retrato de la soledad que le habla a las partes más secretas de quien se atreve a leerse a sí mismo.
Y luego están los libros que no transforman el alma, pero sí el ritmo de un día.
Recuerdo la primera vez que leí Asesinato en el Expreso de Oriente. Fue como entrar a un teatro silencioso donde cada personaje ocultaba más de lo que decía, y cada página me acercaba a un final que no esperaba.
Después vino Sherlock Holmes, con su lógica implacable y su mirada microscópica del mundo. Me volví adicto a la deducción, a esa manera de mirar la realidad como un enigma que espera ser descifrado.
Ambos me enseñaron algo más que resolver misterios: me enseñaron a observar. A sospechar de lo evidente. A leer también fuera de los libros.
Y tal vez eso es lo que hacen los buenos libros: no solo nos cuentan una historia, sino que nos cambian la manera en que vemos la nuestra.
Esos libros no me salvaron. Pero me sostuvieron.
Como faros que no impiden la tormenta, pero la iluminan.
Como testigos silenciosos de un viaje personal que, como todo viaje, duele y transforma.
Hoy celebro los libros.
Y también a quienes se atreven a escribirlos.
A quienes los cargan en mochilas rotas.
A quienes los subrayan con lágrimas.
A quienes los regalan como si regalaran un pedazo de sí mismos.
Tal vez no sepamos quién leerá nuestros libros cuando ya no estemos.
Pero mientras exista alguien que abra uno con las manos temblorosas, buscando en él una luz, una voz, un respiro…
El mundo seguirá teniendo esperanza.

¿Cómo citar?
Perdomo Buriticá, S. (2025, abril 23). El tren, el crimen y la trinchera: leer para resistir. Sebastián Perdomo Buriticá.
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